El Tapón del Darién: el punto final de una migración que va en aumento
Por Noticias UrabáColombia tiene más de 6.300 km de frontera terrestre con cinco países y costas en los océanos Pacífico y Atlántico. Son zonas de una riqueza cultural y natural inimaginables, y de constantes flujos de migrantes avivados tanto por la hermandad entre naciones como por los vaivenes políticos de la región. En algunas de estas fronteras hay grupos armados ilegales, rutas de narcos, contrabandistas o traficantes de personas. ¿Cómo fortalecer la presencia del Estado, aprovechar las oportunidades de integración, dinamizar la economía y aprender de los ejemplos de resiliencia de indígenas, afros y otras comunidades de esas zonas?
El Espectador, la Fundación Paz y Reconciliación, y la Friedrich Ebert Stiftung Colombia (Fescol) recorrieron las zonas limítrofes del país y documentaron su situación. Tercera entrega.
Cargando bolsas de varias cadenas de supermercados caminan en silencio alrededor de cinco migrantes de Senegal y uno de Ecuador. Atardece mientras desfilan uno tras otro por las escaleras del antejardín que conduce a la puerta de sus hospedajes en Necoclí (Antioquia). Algunos usan botas pantaneras, el augurio del camino que les espera, aunque muchos no saben los riesgos que enfrentarán. Entretanto, terminan los preparativos del viaje que continuarán la mañana siguiente cuando salgan de la casa hotel y crucen la calle que los separa del muelle, que se encuentra al final de la vía pavimentada paralela a la playa. Por vía marítima seguirán su tránsito.
Habían llegado el día anterior a este municipio del Urabá antioqueño, el último punto al que accedían por tierra de la larga ruta emprendida. José es ecuatoriano y tardó cerca de cuatro días en atravesar toda Colombia desde que entró por Ipiales. Decidió salir de su país porque “está dura la vida y tengo la esperanza de hacer un nuevo futuro y mandarles a ellos para que vivan bien, así me sacrifique”. José viaja solo, aunque en el recorrido se encontró con un grupo de nueve senegalenses con quienes anda y, pese a que hablan idiomas distintos, se hacen entender. No sabe aún si llegará a Estados Unidos o a Canadá. “El camino me dirá”.
Si bien el fenómeno de migración ha sido histórico en la región, solo comenzó a hacerse visible entre 2014 y 2015, cuando 4.000 cubanos quedaron represados en el municipio de Turbo (Antioquia), por donde salían las embarcaciones hacia Chocó. Actualmente parten desde Necoclí, donde se represan cuando el flujo incrementa a tal punto que son más las personas que llegan que las que pueden atravesar el mar Caribe para llegar al departamento de Chocó. Esta fue la razón por la que entre finales de septiembre y principios de octubre de 2021 llegó a 22.000 el número de migrantes que esperaban su turno de salida, pues Panamá solo permitía el ingreso de 500 personas al día. Algunos permanecieron varados hasta un mes.
En su momento colapsaron los servicios de salud, de basuras y hospedaje, por lo que algunas se vieron obligadas a dormir en la playa. El fenómeno, además, generó una bonanza económica en el municipio, basada en el intercambio comercial con los migrantes. “Hay veces es difícil venderles porque tienen un idioma diferente, pero uno trata de hacerse entender, así sea por señas”, dice Carlos Medina, vendedor de la zona.
Hoy en día la dinámica ha cambiado, pero el flujo continúa. Antes dependían de la disponibilidad de los pasajes, pero ahora pueden elegir cuánto tiempo quedarse y cuándo partir por vía marítima a encontrarse con la selvática frontera que los separa de Centroamérica. Fixon Durandis, por ejemplo, lleva cinco meses viajando desde Haití y llegó al municipio antioqueño un miércoles con otros seis miembros de su familia, decidieron irse al siguiente martes porque les gustó el lugar. Entretanto, Fixon disfruta del mar, se deja golpear por las olas mientras que su hijo remueve la arena de la playa.
En Necoclí hay dos muelles. El primero es de madera y queda cerca de la playa de los turistas, ellos son los que más se transportan por allí, que es donde opera la empresa Caribe S. A. S. El otro queda a unos 400 metros (cuatro o cinco cuadras) del primero, y de este salen las embarcaciones de la empresa Catamarán, que transportan, en su mayoría, migrantes. Ambas transportadoras les venden tiquetes hacia Chocó a ambos segmentos. Al turista el pasaje le vale unos $85.000 y al migrante, $160.000, porque le cobran el regreso de la embarcación vacía y si bien todos pueden salir de ambos muelles, da la impresión de que están divididos.
“Los migrantes dan más que el turismo. Por ellos comemos todos, desde el carretillero hasta el más elegante. En cambio con el turismo se benefician los grandes hoteles”, asegura Humberto, quien tiene un puesto de venta en la playa junto al segundo muelle. Él también se queja de que esta población solo es vista como un negocio para los necocliceños y que “los ven como unos animales, como desechables”. Por eso sueña con montar una fundación donde les den alimentación y hospedaje a aquellos que no tengan los recursos, aunque sin tenerla ya les presta su local en las noches a algunos migrantes y les da de comer. Ellos, en agradecimiento, le ayudan en el día con lo que tenga qué hacer.
Pese a que el fenómeno migratorio en Necoclí ha sido, es y seguirá siendo una realidad, este lugar no es realmente una frontera, aunque sí tiene los retos propios de una y en cualquier momento podría darse otro represamiento como el del año pasado. “El Gobierno Nacional no ha invertido un solo peso para la atención de esta población en el municipio. El Estado debería tener albergues aquí o en la frontera como tal”, expresa Wilfredo Menco, personero de Necoclí, quien se queja de la presencia de Migración Colombia en el territorio porque este no es fronterizo.
Listos para embarcar
El comercio del segundo muelle inicia recién sale el sol. El primer bote parte a las 7:00 de la mañana, pero desde antes están los vendedores ofreciendo botas pantaneras, machetes, fogones y demás. Estos productos pueden costar alrededor de $300.000 o US$100. Al ser más costoso en dólares, los extranjeros prefieren cambiar de esta moneda a pesos colombianos. A esta actividad clandestina se dedican varias personas. Entre ellos fijan la tasa y la actualizan según el mercado de divisas, aunque el precio siempre está por debajo. Por ejemplo, si el cambio está en $4.000, ellos lo dejan entre $3.700 y $3.800.
Finalizado el intercambio, y con el tiquete comprado, se preparan para embarcar. Los equipajes van en bolsas plásticas y son llevadas en carretas hasta los botes. Entretanto, ellos se ponen sus chalecos salvavidas y esperan sentados bajo unas carpas blancas. Zafira, una joven morena de 23 años, aprovecha ese momento para hablar con su familia, reír y tomarse fotos. En total son 12 y viajan juntos. “Somos de Angola (África) y vivimos en Brasil por más de cinco años. Allá estudié, soy ingeniera de sistemas. Quiero ir a Estados Unidos a trabajar”, cuenta ella en portugués. Algunos miembros de su familia ya hicieron el mismo recorrido y están en lugares como California y Las Vegas (EE. UU.).
Trabajadores de la empresa los llaman, después de unos minutos, para que hagan una fila y pasen sobre el muelle que se mueve con el golpe de las olas. Al final de la pasarela los aguarda la embarcación de 80 pasajeros. Todos los días salen de dos a cuatro botes que transportan entre 100 a 200 personas hasta el otro lado del golfo de Urabá.
Entre enero y noviembre de 2021 fueron 126.675 las personas que ingresaron a Panamá de forma irregular por la frontera con Colombia, según el Servicio Nacional de Migración de este país. El mes de más ingresos fue octubre, con 25.904 migrantes, y sus regiones de procedencia eran: las Antillas (Cuba y Haití), con el 77 %; América del Sur (Chile, Brasil y Venezuela), con el 17 %; África (Ghana, Senegal y Angola), y Asia (Bangladesh, Uzbekistán e India), con el 3 % cada uno.
Colombia, por su parte, no cuenta con un registro que permita conocer cuántas personas en tránsito entran y salen del territorio, mucho menos cuáles son sus nacionalidades, género o edades. Varias organizaciones internacionales e instituciones nacionales han reiterado la importancia de caracterizar a los migrantes. Los datos son limitados, porque los únicos que se tienen son los de las empresas autorizadas para realizar los trayectos entre Necoclí y Capurganá o Acandí (Chocó). Pero no hay registro de quiénes cruzan en embarcaciones clandestinas.
El acceso y la travesía por el Tapón del Darién
“De haber sabido que esto era así, no vengo… pero toca seguir”, dice Daniel después de unas horas de camino por la selva del Tapón del Darién, al otro lado del golfo de Urabá. Todavía le faltan entre tres y cuatro días de camino entre árboles y pantano. Cuando finalice estará en Panamá y podrá seguir su camino junto con los 14 africanos, entre conocidos y amigos, con quienes viaja. Daniel nunca había hecho un viaje como este, por eso va rezagado del grupo. Tiene 29 años y es de tez oscura, nació en Ghana y habla español porque vivió varios años en Argentina, donde se dedicaba al comercio.
También transitan mujeres embarazadas y familias enteras que llevan menores de edad. Nadie usa tapabocas en la selva, porque acentúa la sensación de asfixia. El aire es húmedo y denso, no llega bien a los pulmones. A ambos lados del camino los árboles cubren el cielo y dificultan el paso de los rayos del sol, por eso el barro tarda más tiempo en secarse tras la lluvia. Los pies se hunden en él o se resbalan. Es difícil andar, pero fácil caer. Especialmente en los tramos de las pronunciadas pendientes que hay que escalar o descender, allí cualquier paso en falso puede desencadenar en el abismo. Además de estos peligros, en la zona ha habido muertes de migrantes, abusos sexuales, violaciones y hurtos. Aunque hay quienes dicen que ahora es más seguro el paso.
Algunos migrantes van con niños de brazos y otros con sus morrales repletos de ropa y comida. El peso y el cansancio hacen que se vean en la necesidad de desprenderse de chaquetas, tenis y alimentos. Los arrojan entre los árboles para poder continuar. Otros les pagan a los guías que los acompañan para que se los lleven todo el camino o durante un tramo. Por este servicio cobran entre US$20 y US$30. Cada persona paga US$50 por el acompañamiento de los guías hasta la frontera con Panamá, luego quedan en manos de otros dos grupos de guías que los sacan de la selva en el lado panameño. Ir de Capurganá hasta Bajo Chiquito (Panamá) puede costar entre US$300 y US$500, y tardar entre tres días y una semana.
Respecto a los guías colombianos, va uno por cada 10 migrantes. Ellos deciden cuál ruta emplear, de acuerdo con las condiciones climáticas y la época del año. Algunas parten desde el municipio de Acandí y otras desde su corregimiento, Capurganá. En ambos territorios están organizados con la ayuda de los consejos comunitarios y la Junta de Acción Comunal.
“Hay un Puesto de Mando Unificado con Migración, alcaldías y la Armada, que deciden por dónde van los migrantes. Por el tema de seguridad decidieron que se haría por Capurganá. Internamente en Acandí la empresa que recibía a los migrantes tenía problemas y nos pidieron que dejáramos de llevarlos allá hasta que lo resolvieran. Las entidades reguladoras dicen si es por Acandí o por Capurganá y se van todos por el mismo lado para no dividir las embarcaciones”, explica Fredy Marín, gerente de la empresa Catamarán del Darién.
El grupo armado ilegal que opera en la zona es el Clan del Golfo, también conocido como AGC (Autodefensas Gaitanistas de Colombia). Varias fuentes consultadas coincidieron en que ellos no se involucran en el tema de la migración. “Dicen que están metidos en el negocio de los migrantes y que no les interesa. Pero en río revuelto todo el mundo gana. Si ellos directamente no están metidos, permiten que los habitantes de la zona hagan el negocio y organicen el tránsito desde Capurganá”, afirma monseñor Hugo Torres Marín, obispo de Apartadó. El interés detrás de este grupo ilegal es que el tránsito se dé con normalidad y evitar que la atención de las Fuerzas Armadas del Estado se centre en el territorio para que no interfieran con sus actividades ilícitas.
La organización que han tenido las comunidades ha facilitado la migración. Cuando llegan a Capurganá hay personas que los esperan, tan pronto salen del muelle los llevan rápidamente a una zona apartada de la playa. Allí descansan, se reúnen y preparan para iniciar el camino. El estar en grandes grupos disminuye el peligro que corren en la selva, porque los hace menos vulnerables a los grupos de crimen organizado que operan allí, especialmente del lado panameño, según un miembro de la Junta de Acción Comunal de Capurganá que habló con este medio. Añadió que los guías buscan evitar que algún migrante muera en el camino por lo que los devuelven a la zona urbana si tienen alguna complicación de salud.
La única manera real de evitar todo peligro es que los migrantes no tengan que pasar por el Tapón del Darién para llegar a Panamá. “Hemos pedido que haya una ruta más humana y segura, porque el peligro sigue siendo muy grande. La ruta que se proponía era que salieran de Necoclí a Capurganá y de ahí hasta las islas de San Blas. Sí se puede, hay embarcaciones que lo han hecho, pero se requiere una reglamentación de ambos países”, agrega el obispo de Apartadó. Esa es la petición que hacen desde diferentes sectores y organizaciones humanitarias. Así se le pondría fin al tramo más peligroso que hacen los migrantes en su paso por el continente en búsqueda del sueño americano.