A desórdenes subió el calificativo oficial de lo que acontece en Urabá. Todo se pinta como fruto de una protesta descarriada. Dicen que el problema es por unos peajes, y que vándalos, pandillas, bandas y clanes aprovecharon para generar la oleada de violencia.
El saldo: varias personas heridas, 36 capturados, pérdidas materiales tras la quema de edificios, y (seguramente) algunos muertos (pero, de estos, no se ha hablado). Los últimos días en Urabá son presentados como un problema puntual de orden público, hoy controlado por fuerzas militares y de policía, desplegadas de manera gloriosa para calmar los desmanes.
“El Estado hace presencia en la región del Urabá a través del ministro Villegas con el objetivo de restablecer el orden público y devolver la tranquilidad a los ciudadanos de bien que habitan acá”, anunció el 6 de enero de 2018 el ministerio de Defensa.
Horas después, Urabá ya estaba bajo control. O, al menos, ese fue el mensaje que, en los periódicos del domingo, transmitió el gobierno. “Hemos podido volver a la normalidad”, sentenció el ministro, “normalidad traducida en flujo vehicular por las carreteras y flujo portuario y aeroportuario en completa calma. No hay bloqueos ni eventos de confrontación con la Fuerza Pública”.
El ministro tiene que traducir la palabra normalidad, porque la normalidad en Urabá es cosa rara. Detrás del significado de normalidad en Urabá está la verdadera causa del des-orden y el des-control.
Urabá es reflejo de marginalidad y de abandono. A golpe de auges de la economía agroindustrial (cacao, arroz y banano) y de las abundantes rentas de las distintas economías ilegales (narcotráfico, oro, contrabando, tráfico de personas y blanqueo), Urabá aguanta y crece económicamente, mientras experimenta deterioro social y pobreza extrema.
Atrapados en la gastada promesa de estar ubicados en la mejor esquina de América, la gran mayoría de los habitantes de Urabá (antioqueños, chocoanos, costeños y migrantes) vive en la miseria y es sometida a un régimen de violencia coercitiva. La oferta y la calidad de los servicios públicos no corresponden a la capacidad fiscal del departamento ni de los municipios, y no satisfacen estándares básicos. La salud, la educación y todos los otros servicios públicos son parte normal del botín público. Los derechos económicos, sociales y culturales de los pobladores son prendas traficadas.
Puede haber plata en Urabá, pero los indicadores económicos no se traducen en condiciones adecuadas de vida. Buena parte de la riqueza está signada por el plomo; y toda está concentrada en unos pocos (algunos legales, muchos ilegales). Urabá es bonanza económica determinada por un calculado des-gobierno. La coerción, el saqueo y la expoliación son síntomas del régimen de orden y violencia mediante el cual se gobierna: Urabá merodeada, cosechada y capturada. ¡Normal, señor ministro, normal!
Las acciones violentas y destructivas de los últimos días deben ser rechazadas y sancionadas formalmente. No obstante, ahí no acaba la tarea del Estado. La persecución de unos cuantos vándalos no es solución para lo que acontece en Urabá. Es un craso error interpretar las señales de un conflicto social ardiente como la simple manifestación de la actuación criminal de pandillas o de grupos armados.
Lo que acaban de vivir los habitantes de Urabá, en la primera semana de 2018, es presagio de conflictos sociales de alta intensidad, si no hay una intervención pública integral que confronte la captura del Estado (normal en Urabá).
Fuente: http://www.elcolombiano.com/opinion/columnistas/uraba-en-desorden-EE7978161