Hoy se conmemoran 29 años de la masacre de La Chinita en Apartadó
Por Noticias UrabáEste 23 de enero se conmemora otro aniversario de la mayor matanza cometida por las antiguas Farc en esa región de Antioquia, con 35 víctimas. Familiares de algunos asesinados y pobladores de ese barrio en Apartadó narran cómo han superado el dolor y aprendido a perdonar, aunque no han recibido verdad completa ni justicia.
Diana Marcela Hurtado tenía seis años cuando su padre fue asesinado. El único recuerdo que tiene de él fue justamente el día de su muerte. En la noche del 22 de enero de 1994, Fausto Hurtado Córdoba salió a tomar trago con un sobrino. Pasaron las horas y los dos hombres se fueron a la casa de Rufina González, una mujer que vivía en el barrio La Chinita y que ese sábado estaba organizando una verbena para recolectar dinero que costeara los gastos escolares de sus hijos. Había música, mondongo y cerveza. Doña Rufina convirtió un pequeño compartir barrial en un acontecimiento en todo Apartadó.
Fausto llegó muy borracho a la fiesta y a duras penas se podía sostener. No sabía lo que pasaba a su alrededor, pero la muerte ya lo estaba acechando. Era casi la 1:00 a.m. del domingo 23 de enero y un grupo de combatientes del quinto frente de las extintas Farc, acompañados por disidentes del Ejército Popular de Liberación (Epl), llegaron a La Chinita con la orden explícita de matar a cualquier hombre que se cruzara en su camino.
Cuando Fausto entró al barrio, los guerrilleros estaban separando a hombres de mujeres. En un parpadeo, mientras su sobrino lo quiso esconder detrás de unas tablas, y sin margen de escapatoria, comenzaron los disparos de la que fue la masacre más numerosa en la subregión del Urabá antioqueño en toda la historia del conflicto armado colombiano.
Las Farc asesinaron a 35 personas; 34 hombres y una mujer (que intentó salvar la vida de su esposo, atravesando su cuerpo para protegerlo de las balas). Uno de los caídos fue Fausto, un hombre que al igual que el resto de los muertos de esa madrugada en la masacre de La Chinita nada tenía que ver con la guerra.
A eso de las 4:30 a.m. de ese día, según relatos de Diana Marcela, un vecino amigo de Fausto llegó a la casa de los Hurtado Mosquera y desde la ventana le dijo a la familia que algo había pasado con su padre.
“‘Fausto fue uno de los que mataron’, le dijeron a mi mami. Yo tenía un pijama y estaba descalza. Aunque mi mamá quería que me quedara en casa, yo le dije que tenía que acompañarla. Llegamos a la calle de la matanza y saltábamos cuerpos para encontrar a mi papá. No vimos a nadie y mi mamá suspiró con algo de tranquilidad creyendo que él no estaba allí. Sin embargo, alguien nos dijo que una persona quedó al lado de unas tablas que estaban por el lado del canal del barrio. Desde arriba, viendo esa zona del agua, vimos a mi papá. Mi mami se desplomó, yo estaba al lado de ella y luego fuimos adonde estaba el cuerpo. Con mucha fuerza lo volteamos y lo terminamos de identificar. Ese momento, junto con una foto, es el único recuerdo que tengo de mi papi”, narró Diana.
Esta mujer, lejos de guardar rencor, creció con la idea de que la paz se construye con el ejemplo. Es psicóloga organizacional y estuvo en La Habana cuando las Farc y el Estado colombiano negociaban la paz. Allí vio de frente a algunos de los que le hicieron daño y los perdonó. Hace siete años los llevó a su barrio para que les dieran la cara a los sobrevivientes de La Chinita y, aunque hubo quienes ni los quisieron ver, aquel fue el primer acercamiento entre víctimas y victimarios en un proceso en el que falta mucha verdad por contar y un sinfín de reparaciones colectivas que ejecutar.
Ahora, La Chinita se llama el barrio Obrero. Su esencia no ha cambiado. Si bien ya no es un barrio de invasión, como lo fue en su nacimiento, hace casi 31 años, en sus calles viven sindicalistas bananeros, personas que trabajan al día y cuyo mayor valor es la dignidad inquebrantable de pararse una y mil veces, aun cuando las adversidades no pudieron ser más crueles.
Doña Sandiego Zambrano es una lideresa comunitaria del barrio Obrero que tuvo que secar rápido las lágrimas que le dejó la masacre para levantar a sus vecinos. Como cada año, desde 1995, organiza un comité de impulso a la memoria por lo que sucedió en La Chinita hace 29 años. Esta noche habrá una misa en la catedral Nuestra Señora del Carmen, organizada por la diócesis de Apartadó y líderes del municipio que, aunque no hayan perdido familiares en esa madrugada de enero, sienten el dolor como propio.
“Ese día yo perdí a un cuñado. Hubo familias que perdieron a muchos hombres de su familia y su sentimiento de horror es algo que nunca podré describir. En mi cabeza siempre van a quedar los lamentos de la familia de Óscar Mosquera, un hombre que se debía al trabajo y al sueño de sacar a los suyos adelante. Lo mataron impunemente, al igual que a las demás víctimas. Hubo gente que en su ley y con todo derecho abandonó el barrio. Pero otros se quedaron resistiendo y parte de nuestra fuerza para no olvidar nunca lo que pasó en La Chinita está inspirada en ellos”, le dijo Sandiego a Colombia+20.
A la espera de justicia
“La madrugada de ese domingo 23 de enero fue muy tormentosa, caía y caía agua como pocas veces. Mi hermana salió de rumba. Yo decía que iba a vigilarla como un policía, pero ella me mintió y se fue a la fiesta de La Chinita. Pasadas las 4:00 a.m., llegó toda empantanada a la casa, llorando y gritando que habían matado como a 30 señores… yo no le creí y le pedí que entrara a la casa de inmediato. Me contó cosas muy tristes: que les dispararon a unos señores que estaban jugando dominó y cuyas apuestas eran para ayudarle a Rufina; que escuchaba gritos de auxilio desde el canal y que, por la intensidad del agua, poco pudo hacer para salvarlos. Ah, y queen todo momento, además del sonido de las balas, se escuchaba la voz firme de una mujer al mando que decía y decía: ‘Me matan a todos, aquí no queda ninguno’”.
Este recuerdo es de Dulfaty Córdoba, una de las fundadoras del barrio Obrero, quien, además de ayudar a levantar a su comunidad de toda la desolación que dejó la guerrilla allí, ha sido una de las mujeres más cercanas a los procesos de justicia transicional que tienen que ver con el caso de La Chinita.
“Iván Márquez y Elda Neyis Mosquera, Karina, me lo reconocieron en la cara. Ella llegó al barrio como gestora de paz y me lo confesó. Estos relatos le han servido a la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) en su tarea de encontrar más implicados, pero las familias quieren saber las razones de por qué se ensañaron contra ellos. Atacaron a un barrio popular, atacaron a personas humildes y no contentos con eso cometieron 17 masacres más en el Urabá. Sabemos que los procesos en la justicia son largos, no es de la noche a la mañana que la JEP nos dará todas las respuestas, entonces nos toca ser pacientes y aferrarnos a la fe. Olvidar no es una opción para nosotros, como tampoco lo es vivir del pasado. En el Obrero somos más que una masacre, somos dignidad, identidad y ejemplo de fortaleza para Urabá, donde en cada municipio hay al menos un habitante de nuestro barrio”, concluyó Dulfaty.
Hoy, La Chinita está reconocido como un sujeto de reparación colectiva (el primero urbano en el país) y ha contado con el acompañamiento de la Unidad de Víctimas, que ha ejecutado medidas de satisfacción y reparación integral a víctimas directas y a la comunidad en general, con una inversión de casi $300 millones. Perdonar no es fácil. Es más, muchas veces es una tarea imposible por la forma en la que cada uno tramita sus dolores y entiende sus duelos. Luz Mery Ibargüen piensa de esa forma y por eso entiende a sus vecinos que aún no pueden ver a la guerrilla de las Farc como un grupo de hombres y mujeres que tomaron el camino de la paz para buscar una segunda oportunidad.
“Afortunadamente, no me cayó ningún familiar en esa masacre. Sin embargo, muchos amigos murieron, vi cómo personas cercanas a mí perdieron a sus padres y hermanos, y sufrí al ver tantos hogares que se desbarataron. Nos gustara o no, por esos días había una cultura machista de que el hombre era el que salía a trabajar en La Chinita. Las mujeres estaban en el cuidado del hogar y si ya la vida era dura en ranchitos de plástico y madera como los que tenía el barrio por esos días, imagínese comenzar de nuevo sin eso ni experiencia laboral. En el barrio Obrero nos unimos y las mujeres salimos adelante. Somos las que contamos la historia, hacemos memoria y sacamos adelante a las familias. Aprendimos a vivir con miedo, luego a soltarlo y luego a escuchar… por eso perdonar no ha sido fácil. Cuando llegan hasta la puerta de tu casa a pedir perdón y luego ves que siguen cometiendo asesinatos o desapareciendo gente, ¿cómo vas a perdonar? Así no vale nada. Me pongo en los zapatos de quienes perdieron a sus maridos, padres, hermanos o hijos… que por favor esto no vuelva a ocurrir ni aquí ni en otra parte del mundo. La Chinita perdonará a Karina y a sus hombres, han pasado muchos años, pero dennos un poco más de tiempo”, le dijo Luz Mery a este medio.
Los hijos de La Chinita
Alfonso Torres nació en Apartadó 10 días después de la masacre. Las memorias de lo que pasó ese día se las ha transmitido su padre, un hombre cuya fortuna le sonrió por haber decidido esa noche no ir a la fiesta de Rufina González. Desde casa, a Alfonso le enseñaron el valor del nunca más, de trabajar por no ver más violencia en su barrio ni en su municipio. Ese mensaje, a partir de lo que sucedió en el Obrero hace 29 años, lo llevó a trabajar por pacificar jóvenes del barrio que forman parte de pandillas locales.
“A los muchachos de mi generación nos criaron con miedo por vivir en medio de la violencia. Escaparles a los grupos armados era difícil, pero créame que sí se podía. Después de esa masacre quedaron muchas secuelas en nuestra forma de vivir, pero sabíamos desde pequeños que si nosotros no cambiábamos nuestra realidad nadie iba a hacerlo. El miedo se fue yendo de acá, pero paradójicamente la violencia seguía. Por eso decidí acompañar a los muchachos que, según ellos, no han tenido otra salida que ser pandilleros en el barrio Obrero para salir adelante. Nadie sabe lo que pasa por sus cabezas, qué han vivido o por qué eligieron las armas como forma de vida. Lo cierto es que mientras la verdad y la justicia llegan para curarnos por lo que sucedió en el pasado, el ejemplo por el presente lo ponemos nosotros. Tanto que hemos dicho que no queremos un muerto más desde el 23 de enero de 1994, para que ahora nos sigamos matando entre nosotros”, contó el líder juvenil.
Robinson, hermano de Alfonso, tenía 10 años en enero de 1994. Sus recuerdos de la matanza que cometió la guerrilla apenas llegan a que, en medio de las balaceras, él se aferraba a la ropa de sus padres debajo de la mesa del comedor. Cuando el sol salió se pudo observar en plenitud toda la barbarie que habían dejado las Farc.
“Esa mañana vi a muchos de mis amiguitos quedarse sin padre. Crecieron así y forjaron un carácter que nunca tuvo que ser moldeado a las malas y por la violencia. Poco a poco nos unimos y entre todos sacamos la fortaleza. Los problemas siguen acá, pero confiando en que todo va a mejorar. Que los días en los que escuchar helicópteros eran una tortura o aquellos en los que al escuchar cualquier ruido raro era motivo para escondernos no regresen nunca”, comentó Robinson.
Diana Marcela Hurtado perdió a su padre, a quien señala de guiarla desde el cielo para hacer la voluntad de, lo que según ella, es honor para quienes se fueron el 23 de enero de 1994 de La Chinita: “Tenemos pendiente la construcción de una universidad para la paz que lleve el nombre de los dos menores de edad asesinados ese día y le debemos una casa de la mujer a la única señora que fue asesinada ese día”.