El océano inmenso, imponente, termina allí donde comienza el mundo de los hombres. Sobre la ancha y plana superficie del agua, las olas se rizan estremecidas, avanzan con sus largos dedos en un intento inútil por evitar el fin. Escalonadas, las olas se precipitan una tras otra para morir en la playa, donde Cleotilde Bueto espera a su esposo. Él salió la noche anterior a pescar. Van a ser las siete de la mañana en Arboletes.
“Mira, María. ¿Ves allá en la punta una lancha? Es tu papá”, le dice a su hija. Ella niega con la cabeza y trata de agudizar la vista para identificar sobre el azul grisáceo esa mancha donde se supone se acerca su padre. Tras mucho esforzarse, logra verlo antes de que desaparezca en la costa. Su madre, pese a la miopía, lo vio sin problemas, una cuestión de costumbre o, quizá, de intuición.
Son días difíciles para los pescadores, afirma Cleotilde, “siempre hay épocas duras, pero el año pasado por este mismo tiempo estaba mejor”. Ella está casi segura de que su esposo regresará con las manos vacías, pero guarda un poco de esperanza, sólo si él pesca algo la familia podrá comer este día.
Un campo de trabajo impredecible
Donde mueren las olas, el mar es de un tinte grisáceo coronado por espuma. Al alejarse de la línea de la costa se oscurece el matiz del agua, hasta llegar al azul profundo. El agua refleja el firmamento y las nubes flotan sin prisa sobre la corriente.
El mar es sólo uno, aunque no siempre es el mismo: es amigable y traicionero, es bello y terrible. La mayoría del tiempo es sosegado, ondas lentas suben y bajan en un eterno vaivén.
Una lancha llega cerca de donde espera Cleotilde, el pescador sólo cogió cuatro peces tras una noche entera intentándolo. A pocos metros, siete hombres empujan una lancha de fibra de vidrio con un motor fuera de borda de 40 caballos de fuerza.
Sólo dos de ellos zarparán con la embarcación. Miguel Toro, uno de los pescadores que está ayudando, pero que no saldrá con ellos, explica que durante dos días estarán en el mar, lejos de la línea costera, “puede que les vaya bien, puede que no, en el mar nunca se sabe. Aunque como pescan tan afuera cogen más que otros”.
Él explicó que en la embarcación llevan alimentos, son “pescadores de línea”. No arrojan trasmallos ni atarrayas, pescan con anzuelos atados a líneas de nylon, y con carnadas buscan atrapar presas de gran peso.
Lo que pesquen lo venderán en el pueblo, el precio depende del pescado. En los pueblos pesqueros del Urabá, Arboletes, San Juan de Urabá y Necoclí se pesca para el autoconsumo. La demanda es alta y por eso en el Golfo de Urabá hay cerca de 2.000 familias que se dedican a la pesca. Los hombres adultos y adolescentes se adentran en el mar en las noches, en embarcaciones alargadas con motores fuera de borda.
Toro apuntó que la pesca ha disminuido en los últimos años y aclaró que eso afecta a muchas personas que lo único que saben hacer es pescar; ese difícil oficio en el que el mar es cómplice.
La escasez de la pesca es algo complejo para las cientos de familias que viven de la pesca en la región, explicó Lorenzo Acuña, alcalde de Arboletes.
El alcalde de esta localidad precisó que si bien la pesca no es el primer renglón de la economía local y regional, superada ampliamente por la agricultura, la ganadería y el turismo, “todos los pueblos costeros son tradicionalmente pesqueros”.
Pese a las dificultades, los pescadores salen en las madrugadas, iluminados por lámparas, la luna y las estrellas, rumbo a su lugar de trabajo, el más amplio e impredecible que pueda haber.
Vía Elmundo