El miércoles pasado, más de 400 hombres de la Policía y las Fuerzas Militares se tomaron por asalto 4 fincas cerca de los municipios de Chigorodó y Carepa, en el Urabá antioqueño. Se trataba de una de las acciones más ambiciosas de la llamada Operación Agamenón II, comandada por el general Jorge Vargas, la estrategia del gobierno para enfrentar al Clan del Golfo. El enorme despliegue terminó con un resultado tan impactante como preocupante.
Escondidas en caletas y bajo tierra, los uniformados hallaron 13,4 toneladas de cocaína empacada y lista para exportar. El valor de ese cargamento en las calles de Estados Unidos supera los 500 millones de dólares. Tan solo 3 semanas antes, el 17 de octubre, la Policía Nacional entregó información a sus colegas europeos que decomisaron en Holanda 11 toneladas de droga camufladas en cajas de banano provenientes de Turbo. En Europa ese cargamento supera en valor los 800 millones de dólares. El pasado 22 de septiembre, los uniformados encontraron en una finca cerca de Apartadó otras 7 toneladas listas para enviarlas a territorio estadounidense. Esa droga tendría un valor de 250 millones de dólares.
Esos decomisos suman más de 30 toneladas incautadas en solo 2 meses. Con el cargamento de la semana anterior, la Policía y las Fuerzas Militares llegaron a la impactante cifra de 410 toneladas aprehendidas durante 2017, faltando aún 6 semanas para finalizar el año. Para ese mismo periodo en 2016 la cifra alcanzó 316 toneladas, lo que demuestra un considerable incremento.
Varias cosas llaman la atención de esta lluvia de incautaciones de cocaína. La mayor cantidad de droga este año ha caído en Tumaco, Nariño. Van 110 toneladas, un 45 por ciento más con respecto al año pasado cuando las autoridades aprehendieron 76 toneladas. Ese aumento significativo se explica en parte por la desmovilización de las Farc, que durante muchos años actuaron como una especie de reguladoras y controladoras de la droga que se movía por allí. Ya sin la presencia de esa guerrilla, gran variedad de narcos se tomaron a sangre y fuego Tumaco y otras zonas claves para la exportación de droga.
Segundo Camacho se llamaba uno de los más importantes, pues logró tener gran parte del control. Conocido con el alias del Mocho se había convertido en uno de los delincuentes más buscados del país, y sobre él pesaba una millonaria recompensa. El año pasado, en ese puerto de Nariño, 300 hombres que afirmaron ser milicianos de la columna Daniel Aldana de las Farc se declararon en disidencia y optaron por no acogerse al proceso de paz. Se dividieron en 2 grupos. Al frente de uno de ellos, con 150 integrantes armados con fusiles, quedó el Mocho. Por meses esas 2 disidencias se enfrentaron a bala por el control de negocios de narcotráfico y extorsiones. A comienzos de este año 117 integrantes de la facción rival del Mocho se entregaron al Ejército.
El Mocho había ingresado a las Farc en abril de 2009, primero como colaborador y luego como miliciano de la columna Daniel Aldana, en la que alcanzó a ser uno de los jefes de finanzas y liderar a los guerrilleros urbanos de media docena de barrios de Tumaco. El año pasado, cuando el proceso de paz ya entraba en su recta final, el Mocho optó por no seguir las líneas trazadas por los comandantes de las Farc. Con más de un centenar de hombres armados bajo su mando, entró de lleno a las grandes ligas del crimen y el narcotráfico.
En junio del año pasado, los tumaqueños se escandalizaron cuando en unos manglares aparecieron los cuerpos torturados y con tiros de gracia de 3 niñas de 13, 14 y 16 años. Sus asesinos los dejaron allí para que todo el pueblo los viera. El Mocho ordenó a su hermano asesinar a las adolescentes como represalia, ya que tenían sospechas de que ellas habían tomado una suma de dinero en una fiesta a la que las había invitado, junto con varios capos del narcotráfico, incluidos varios mexicanos del cartel de Sinaloa.
El Mocho y su centenar de disidentes rápidamente entraron también en una fase de ‘traquetización’. Consolidaron alianzas con narcos para facilitar envíos de cargamentos de droga por Tumaco y sus alrededores. Igualmente, exportaron cocaína en negocios con carteles mexicanos. Incluso al propio Mocho la Policía le incautó una caleta donde escondía 500 kilos de droga lista para enviar al exterior. Narcos de otras zonas del país los buscaron para que sirvieran de oficina de cobro de deudas.
Según el ‘cliente’, el Mocho y sus hombres cambiaban de nombre. Pasaban de llamarse Gente del Orden a dejar panfletos tras cometer asesinatos con seudónimos como Caballeros del Norte del Valle, entre otros. En abril de este año hombres de la Dijín lo capturaron. Y pocas semanas después también arrestaron a uno de sus principales socios. Un hombre considerado el Pablo Escobar del sur.
Se trataba de un ecuatoriano llamado Washington Pardo. Conocido en el mundo de la mafia con el alias de Gerard, se movía por varios sectores de Nariño. En 2004 era un simple pero experimentado lanchero que transportaba droga por altamar. Trabajó para varios capos y en la medida que ellos cayeron presos o asesinados comenzó a ascender. Por su ‘trabajo’ conoció a los narcos mexicanos, especialmente de Sinaloa, y otros en Centroamérica, y se convirtió en su hombre clave en Colombia. Con solo 35 años de edad, dos cifras revelan el nivel que alcanzó en el crimen organizado.
Entre 2016 y los primeros 3 meses de este año, este hombre y sus secuaces exportaron 250 toneladas desde el Pacífico colombiano hacia Estados Unidos. Otras 150 toneladas se le cayeron y fueron decomisadas en diferentes operaciones en altamar. Tenía una flota de 150 embarcaciones propias. En los últimos días de abril pasado, la Dijín lo arrestó en cooperación con las autoridades ecuatorianas. En casas en Ecuador le encontraron caletas con más de 12 millones de dólares en efectivo.
Mocho y Gerard son tan solo dos ejemplos de los nuevos dueños de la droga. Para nadie es un secreto que desde hace varios años el negocio del narcotráfico en Colombia está atomizado, y las autoridades, los medios y la sociedad llevan largo tiempo sin saber de un capo con la habilidad de liderar todas las cadenas de una estructura estilo cartel de Medellín
Corrido mexicano
Una de las señales para saber quiénes y cuántos son los dueños de toda la cocaína que está saliendo se encuentra en los propios cargamentos decomisados. En las 13,4 toneladas de la semana pasada, cada una de las ‘panelas’, como se conoce el kilo de coca prensado, tenían más de 14 marcas diferentes. El cargamento de las 7 toneladas de septiembre ostentaban 22 etiquetas distintas.
Cada organización y cada narco marca su droga con logos o imágenes de automóviles, cervezas o simplemente números. Se trata de una especie de sello oficial respetado en el mundo de la mafia. Sirve para saber quién es el dueño y también para que el destinatario pueda controlar la pureza de la droga una vez la recibe. En caso de estar rebajada o rendida sabe a quién le puede reclamar.
Ninguno de todos estos tiene la capacidad y la infraestructura para sacar grandes cantidades por sí mismo. Ahí entra en el negocio con gran importancia el llamado Clan del Golfo, bajo el mando de Dairo Úsuga, alias Otoniel. Esa organización criminal se ha convertido en el principal transportador de la droga. Si bien ellos también exportan y varios de sus jefes, como alias Nicolás o Inglaterra, envían sus propios cargamentos, el control que tienen sobre las principales rutas de salida, como el golfo de Urabá y partes del Pacífico chocoano, ha llevado a que cualquier narco que quiera sacar droga deba entenderse con ellos.
Les entregan los cargamentos por lo cual les cancelan al Clan el 10 por ciento del valor del mismo. Esto explica por qué en las 13,4 toneladas de la semana anterior había más de una docena de narcos ‘apuntados’, como se conoce en la mafia la suma de varios kilos de origen distinto en un solo envío. Según los cálculos entre el 8 y el 10 por ciento de la cocaína exportada es propiedad directa del Clan. Esa banda criminal transporta y administra lo demás porque tiene los contactos con los verdaderos dueños del negocio: los carteles mexicanos.
Desde los años setenta hasta mediados de los noventa los grandes carteles como Medellín, Cali o el Norte del Valle tuvieron a los mexicanos de ‘empleados’. Su labor básicamente consistía en pasar a Estados Unidos la droga que los narcos nacionales enviaban desde Colombia. En los años siguientes la muerte, captura o extradición de los principales capos colombianos, así como la desarticulación de sus estructuras sicariales y financieras marcó el final de las organizaciones poderosas en el país.
Las marcas de la droga
En los últimos cargamentos incautados se encontraron más de 40 marcas diferentes estampadas en cada kilo de cocaína. Cada una corresponde a un dueño u organización diferente, incluidos el Clan del Golfo, los Puntilleros, y las diversas facciones de la Oficina de Envigado, entre otros.