Una región de grandes migraciones: esa que es el paso hacia Norte América y la interna de los “desplazados”.
Apartadó es una populosa ciudad en la región de Urabá (Departamento de Antioquia) al límite con Panamá. Se llega en sólo 30 minutos de vuelo desde la moderna ciudad de Medellín. Pero es todo otro mundo. Casi una realidad cacotópica. El clima tropical envuelve las casas bajas y pobres, inmensas plantaciones de banano, gente afro e indígena que deja pasar el tiempo con determinada resiliencia.
Somos un grupo de periodistas y docentes de comunicación, italianos y colombianos, de la red internacional NetOne, del Instituto Universitario Sophia y de la Universidad de Santo Tomás de Bogotá. Estamos en Urabá para realizar un estudio de campo sobre la gestión mediática de las migraciones para poner la cuestión europea del fenómeno en el horizonte más amplio de la modalidad humana. Rápidamente nos damos cuenta de las causas –violencia, conflictos y desastres ambientales- son semejantes en todas las latitudes.
La Colombia profunda
“Esta tierra es un laboratorio de todas las guerras que hemos sufrido –nos explica el periodista Juan Arturo Gómez Tobón –. Arauca, Chocó, Córdoba, Guaviare, Huila, Putumayo y Urabá están entre las regiones más martirizadas de los 52 años de guerra civil que ha dejado más de 260.000 muertos, destrozando ligámenes familiares y sociales y generando 7,2 millones de desplazados, mientras son 350 mil los refugiados colombianos que viven en Ecuador y Venezuela”. Un primado mundial que Colombia tiene después de Siria, Sudan e Iraq. “A menudo la violencia está ligada al narcotráfico, y produce prófugos –nos explica César Andrés Mesa, jefe de la delegación UNHCR-. Las Bacrim (bandas criminales, narcos y paramilitares que a menudo han tomado el lugar de las desmilitarizadas FARC) están fortaleciéndose y los 32 asesinatos de líderes comunitarios de inicios del año son prueba de una escalonada de la violencia estudiada.
Resulta difícil tomar una instantánea de este País que en los últimos 10 meses ha realizado una serie de actos políticos valientes, con estilos contradictorios: la firma del histórico Acuerdo de Desmovilización de las FARC (de septiembre de 2016) que le procuró al presidente Juan Manuel Santo el premio Nobel de la Paz; el sucesivo resultado del referendo que por sólo 65.000 votos rechazó el Acuerdo, con la necesidad de redefinir el Tratado. Ahora se están dando pasos inciertos en una condición social de post-conflicto que todavía está por escribir, donde los jóvenes han heredado una historia reciente de muerte y violencia que no han vivido, pero que está presente en los millones de víctimas y en sus solicitudes de verdad y justicia.
De ruta hacia los Estados Unidos
De todos modos, la planificación del Acuerdo de paz permanece como prioridad política, frente a todo lo demás, incluso los migrantes. “en el 2016 Migración Colombia, reveló la presencia de 2.111 extranjeros indocumentados –dice Fabricio Marín, administrador de El Wafle, el movidísimo puerto turístico de Turbo, centro de partida de los migrantes que van de paso para Panamá y Estados Unidos-, pero es una cifra irrisoria si se piensa que sólo aquí llegan un promedio de 400 prófugos a la semana, sobre todo de Cuba, pero también de Nepal, China, Bangladesh, Somalia, India, Ecuador y República Dominicana.
Una emergencia humanitaria, que comenzó con el cierre de la frontera panameña el 9 de mayo del año pasado. La frontera tiene una longitud de 266 km y es difícil controlar. Por lo tanto sujeta a un abandono histórico por parte del Estado. Las FARC eran sus patrones indiscutibles; luego, con la desmovilización, dejaron un vacío de poder que el Estado no ha ocupado. Ahora el tráfico humano y el narcotráfico son manejados por otros grupos armados”. “No existen retos de apoyo oficiales ni políticas públicas que ofrezcan soluciones- explica Mesa- es la Iglesia Católica que se ocupa de ellos, junto con un grupo de ciudadanos que llegan a donde nadie puede o sabe”.
Albergue de los cubanos
Cindy Tamayo, joven psicóloga, recuerda que llovía y hacía frío el año pasado delante de la iglesia de Nuestra Señora del Carmen en Turbo. “Los cubanos continúan a aglomerarse; habían llegado a través de la frontera con Ecuador sin nada, ni siquiera para comer.
Hemos llevado sopa y chocolate caliente, luego alguien puso a disposición un local vacío, dándolo para servicios de higiene” Durante 6 meses Cindy y sus compañeros han iniciado lo que la gente llamaba “albergue de los cubanos”: privados, organizaciones laicas y religiosas han contribuido a dar de comer y asistir alrededor de 1400 personas. “para mi cumpleaños no pedí nada para mí sino agua, alimentos, y efectos personales. Me emocioné cuando alguien llamaba, diciendo: “tengo tus regalos: 20 litros de agua”. Cindy sueña una administración pública que sepa reconocer la riqueza humana y social de esta gente; que se tome la responsabilidad legal de su permanencia.
“Esta gente no es un problema; todos somos seres humanos, ciudadanos del mundo. ¿Por qué no tendríamos que sostenernos?
Entre ellos está también Dayana Rocheta Mayo, una joven madre de 23 años, que huyó de la Habana en diciembre del 2015. Su viaje es una de las muchas odiseas a los límites de la realidad (y del concepto de humanidad) que también nosotros conocemos. Un Coyote, el respectivo latino del traficante, ofreció un paquete de viaje que al final le costó casi 18mil dólares. Atravesó Guayanas, Brasil, Perú, Ecuador con sacrificios inimaginables. Dayana abandonó su sueño de llegar a Estados Unidos: “Me quedo aquí y lo hago por mi hijo, los colombianos son gente buena y yo soy joven, fuerte, el trabajo no me asusta. Cuando tendré mis documentos, no me faltará nada”.
Donde el Estado no está, resurge la comunidad
El viernes Santo llegamos a San José de Apartadó, aldea de pocos centenares de personas, situado en un lugar de paso obligatorio hacia los departamentos de Córdoba, Chocó y Antioquia. Ha sido uno de los lugares de vanguardia de las FARC y por lo tanto epicentro del conflicto. Impresionan los grandes murales que retratan los líderes comunitarios asesinados; gigantescos “santinos” que tienen viva la memoria de un pasado desafortunadamente, demasiado presente. Se respira una calma tensa mientras los militares del ejército no nos pierden de vista, manteniéndose alejados. Algunos representantes de la Asociación local de los agricultores denuncian el regreso de los grupos paramilitares de la AGC (Autodefensas Gaitanistas de Colombia): “No nos permiten acceder al programa gobernativo de conversaciones de los cultivos ilícitos, nos obligan a sembrar coca o a vender la tierra. Exigimos protección real por parte del Estado, pedimos que el proceso de paz, se aplique también aquí”.
Cerca de la aldea surge una “Comunidad de Paz”, un experimento social de resistencia civil, pacífica, de neutralidad absoluta, que el año pasado festejó los 20 años de vida. El apoyo de las instituciones internacionales representa una garantía para la sobrevivencia y la integridad de su gente, 150 personas, que hoy pueden vivir así después del sacrificio de miles de víctimas. “son piedras fundantes de esta comunidad –nos explica Brígida González líder y pionera-, la memoria es nuestro pilar”.
Cuando pregunto al padre Javier Giraldo, valiente jesuita que desde hace años acompaña a esta gente, qué le enseñó esta experiencia, responde que la paz se construye cada día: “La paz no es una firma entre políticos, sino una paciente construcción social que debe romper el miedo y la violencia”.