Llevaba 15 días de clases de atletismo en el estadio de Apartadó cuando participó en una prueba infantil de 150 metros en Medellín. Caterine Ibargüen, entonces de 12 años, no era la velocista más astuta: corrió todo lo que pudo mientras su entrenador y descubridor, Wílder Zapata, la animaba desde afuera. El cansancio la venció y terminó penúltima.
Quién sabe por qué le vieron capacidades como velocista de 75 y 100 metros en las carreras que hacían en su colegio San Francisco de Asís. “Usted déjela entrenar que yo me encargo del colegio y los permisos para competir”, le dijo Zapata a Ayola Rivas, la abuela paterna de Caterine, quien se encargó de criarla después de la separación de sus padres. Francisca, su madre, trabajó como cocinera en las minas de oro de Zaragoza (Antioquia) y su papá, William, se radicó en Venezuela.
Crecía y sus rivales la arrasaban. Pero esos descalabros la condujeron hacia el camino del salto alto y largo. A los 14 años, sin mucha voluntad, se estableció en Medellín, en donde tendría más recursos para prepararse. Allí, la cubana Regla Sandrino la convenció de que practicara saltos, pues su contextura física estaba diseñada para ganar en ese tipo de pruebas.
“Nos dimos cuenta de que me iba muy bien en salto alto. Alcancé a coger varias medallas a nivel departamental y nacional”, cuenta Ibargüen, quien entonces eligió como modelo a seguir al cubano Javier Sotomayor, campeón olímpico en las justas de Barcelona-92.
“Pero cuando empecé a competir internacionalmente, en salto largo y alto me fui quedando. Ya no iba con el objetivo de ganarles a unas muchachas que hacían más de dos metros. Llegaba con la mentalidad de participar y listo”. Así fue en Atenas 2004, Olímpicos a los que clasificó con una marca secundaria, pero en donde tuvo una participación tan discreta que ni la recuerda.
A Caterine aún le quedaba un paso más en la escala evolutiva para alcanzar su perfección: el salto triple. La transición llegó luego de un nuevo descalabro, cuando no logró clasificar a los Olímpicos de Pekín 2008 por apenas centímetros de las marcas requeridas. “En salto alto hice como 89 y me pedían 91, en largo me pedían 60 e hice 58. En triple quedé a un centímetro o algo así. Me frustré mucho porque me había entrenado muy bien para clasificar”, le dijo alguna vez a este diario.
Cuando el retiro parecía su futuro, su actual entrenador, el cubano Ubaldo Duany, que por ese entonces apenas distinguía, le comentó sobre una posibilidad de realizar estudios superiores en la Universidad Metropolitana de Puerto Rico. Por fortuna, la beca para estudiar enfermería la obligó a seguir corriendo para evitar las opciones de dar un paso al costado.
El crédito de aquella conversión a salto triple se le atribuye al cubano Duany, quien había seguido sus pasos en categorías menores. “Si me llamas o visitas, él está conmigo, es como un padre para mí”, confiesa Caterine Ibargüen. Junto a él se ha convertido en la mejor del mundo: ha ganado dos campeonatos Mundiales (Moscú 2013 y Pekín 2015), una medalla de plata olímpica (Londres 2012) y una de oro (Río 2016).
Ya con 33 años, Caterine buscará el triplete en Mundiales cuando se estrene este sábado en la prueba clasificatoria en el certamen orbital que se disputa en Londres. “Me he sentido superbién. Espero el lunes celebrar un nuevo título”, comentó desde la capital inglesa la antioqueña que tiene en sus planes el retiro después de los Olímpicos de Tokio 2020